Cuando parcela sus tiempos, antiguos y nuevos, el ser humano utiliza palabras que llevan en sí mismas su significado. Por ejemplo, Paleolítico y Neolítico se refieren a la edad de piedra, la primera de cazadores-recolectores, y la segunda de un homínido más sedentario, es decir, cuando fue domesticado por sus cultivos, básicamente trigo, maíz o arroz y de esta forma sus cultivos, es decir sus plantas, lo fijaron a la tierra que antes era de paso, y ahora es su casa.
Referirnos a la edad de piedra, hierro, bronce u otras posteriores es realmente impreciso. Y es así porque no se toma en cuenta el verdadero material que, desde que comenzamos a caminar erectos hasta la actualidad, es el permanente y transversal a la historia humana: la madera.
Pero la razón por la que se decidió nombrar las épocas con otros términos es que se requería algo más duradero y permanente en los materiales presentes en los lugares arqueológicos importantes. El problema de la madera es que no resiste el paso del tiempo y, por lo tanto, a pesar de que nos acompaña desde el primer palo, lanza, hoguera, tipi, techo hasta nuestras mesas, sillas, bibliotecas, y en su momento aviones (el Polikarpov 2, como la mayoría de los aviones anteriores y contemporáneos era de madera y tela) no se le ha tomado como el primer y más importante acompañante de nuestra especie.
Y son efectivamente los bosques y las plantas los primeros habitantes de nuestro planeta con organización biológica compleja, más allá de los virus, bacterias y hongos que emergen las plantas y los bosques, mucho antes de cualquier expresión de la fauna.
Las plantas y los árboles especialmente, han sido percibidos y entendidos por las primeras civilizaciones como la base fundamental de la vida, sean culturas nórdicas, celtas o mayas. Y el respeto a este gran dominio de la naturaleza, que es la flora, no solo tiene que ver con la existencia misma de los animales en general y el hombre en particular tiene que ver con un mecanismo sofisticado de vivir, porque, aunque lo pasamos en general por alto: las plantas están vivas.
No solo vivas, actúan de formas complejas y elaboradas. En la selva alta peruana existe un arbusto que genera una resina que atrae a la avispa, que ataca a la oruga, que lo ataca a él. ¿En qué parte de este arbusto está el cerebro, el laboratorio, el think tank o el focus group que lo ha llevado a diseñar un sistema tan complejo?
Se podrían dar infinitos ejemplos de estrategias que plantas y árboles desarrollan para sobrevivir y multiplicarse, y sin duda deben ser más inteligentes que cualquier animal: están plantados y no pueden correr. Es a esta inteligencia y desarrollo, que se pierde en el amanecer de los tiempos, que le debemos un respeto que debería ser enorme les debemos la vida y no es posible que actuemos como si no fuera una verdad absoluta.
A veces nos convierten en algo que nunca fuimos. Una explosión volcánica en el siglo IX liquidó las plantas y los bosques escandinavos. Los agricultores y leñadores se convirtieron en guerreros, usando su hacha como arma, ya no como instrumento. Se llaman los vikingos.
Ese es el efecto de la presencia o la ausencia de bosques y plantas, es la diferencia entre la vida y la muerte. Ojalá el ser humano tuviera la humildad de reconocer la grandeza de estos seres, que están vivos, y nos están mirando.
Las opiniones vertidas en el presente artículo no son necesariamente las de la Representación Nacional del Perú ante el Parlamento Andino.
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